El último de 50 latigazos cayó sobre mi espalda. Así terminó el castigo dispuesto por el gran amo. Me desataron del palo y caí desplomado en el suelo polvoriento del campo de tormentos. Desde allí divisé el patrón y a su derecha, en su silla de ruedas a mi amito Pedro, quien a la sazón era mi verdadero amo. Fui regalado por su padre en ocasión de sus quince años. Pobre niño, atacado de pequeño por una extraña tara que mermó su motricidad y le quitó el habla. Pobre niño, consentido y amparado por sus padres quien halló consuelo de sus limitaciones en una aguda inteligencia y capacidad de detectar en las almas ajenas su punto más débil a la hora de infligir una crueldad sin igual. Detrás de su silla de ruedas se hallaba Cirilo, ese monumental toro trigueño convertido en su guardián y en el brazo ejecutor de sus depravaciones.
El amito Pedro es muy celoso con sus posesiones.
Pude ver desde el suelo el brillo rabioso en sus ojos, un agitar nervioso de
sus dedos y espumarajos que escapaban de sus dientes retorcidos. Fui levantado
del suelo por mis pequeños hijos quienes me dieron de beber un poco de agua. Cirilo
se llevó al amito Pedro quien emitía sonidos de animal herido mientras se
alejaba con el resto de la comitiva. En el rancho, mis retoños curaron las
heridas con paños y emplastos de hierbas. En unos días ya estuve del todo repuesto.
Una noche, en lo más profundo del sueño, el
amito Pedro y Cirilo, se apersonaron adentro de mi rancho. La inmensa mole de Cirilo se agachó en mi
lecho y me dijo: “El amito Pedro ha visto que usted sufre más con los
castigos del gran amo que con sus castigos. Amito Pedro lamenta que los
castigos que piensa para usted no sean de su agrado y me dice que esta noche lo
solucionó”.
Los ojos
del amito Pedro brillaban de gozo, una potente erección brotaba de su
entrepierna, una risa aullante salía de sus dientes retorcidos y se mezclaba
con los gritos de mis hijos y de sabuesos hambrientos allí fuera en la noche
oscura.
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