domingo, 17 de enero de 2010

POST QUIRÚRGICO (II)

De tener que elegir un personaje con el cual identificarme en este momento debiera decir que elijo a Pelotín y a ninguno más. El dibujo publicado en el primer post quirúrgico hace alusión a un Bob esponja. La elección se debió a las cosas del momento, el embotamiento propio de la anestesia, la incomodidad de estar por primera vez en tu vida internado en un sanatorio para que te practiquen la primera cirugía de tu vida, la ininterrumpida invasión de sueros, la dieta líquida y un compañero de habitación que en un momento se desgració y no se dio cuenta. No, no pude pensar “de cabeza” en la imagen del viejo y querido pelotín que es la que verdaderamente se adecúa mis actuales facciones antes que la del cuadrado Bob esponja asediado por un dentista, por suerte, más profesional y menos psicótico que el doctor Alan Feinstone, protagonista principal de cierta película que vi a sabiendas de lo que, más tarde o más temprano, me estaba esperando.

Y acá estoy, como dije, con la cara igual a Pelotín, con el maxilar superior cortado y las encías, también superiores, suturadas. Tuve que someterme a esta operación para poder colocarme una ortodoncia, el problemita era que el maxilar de arriba se estaba metiendo “para adentro” de la cavidad bucal originando lo que se llama “mordida cruzada bilateral a nivel posterior”. Esto se soluciona a través de un aparatito muy similar a una arañita llamado “disyuntor”. Hasta los 14 años el paladar humano está dividido en dos partes por una sutura que, luego de esa edad, va desapareciendo hasta soldarse del todo. Cuando es así, aparte de tener que usar ese aparatito, es necesaria una intervención quirúrgica para poder expandir el paladar y así acomodar esos dientes. Y este último fue mi caso. Nunca fui muy consciente en lo que a cuidado de dientes respecta y ahora tengo que andar pagando las consecuencias, las físicas y las económicas. En total todo mi tratamiento dental se dividió en el tratamiento ortodóncico en sí mismo, la intervención quirúrgica para poder seguir el tratamiento ortodóncico y, aparte, en el maxilar inferior, dos incrustaciones, un tratamiento de conducto, un perno y una corona. Cada cosa como dije, con sus propios dolores que se alivian al pensar que, de no hacerse con el pasar del tiempo, uno estaría condenado a ganarse el quini seis para costearse implantes dentales o bien concebir dieta blanda de sémola, vitina y polenta por el resto de mi vida….y como no soy muy afecto a privarme de asados de cuero, matambres rebeldes o pizzas crocantes, es que tomé la decisión de mandarme de lleno a encarar esta odisea dentaria que llegó a su punto culmine el quince de enero pasado con la operación.

No hay caso, siento atracción por las cosas nuevas. Esta sería mi primera operación, mi primera internación en un sanatorio. Mi primera aventura en este sentido. Debería disculparme por tener que sentir así a una cosa que en sí misma no es grata ni divertida. Lo dice quien tiene un manifiesto rechazo sobre todo a hospitales y cementerios, cosa inconscientemente revelada a través de la terapia cuando mi psicóloga me hizo notar que esos dos lugares son preponderantes indicadores de las limitaciones humanas, cuestión que llevó a un quiebre epistemológico en mi ser acerca de mi autoconcepción demiúrgica todopoderosa respecto del mundo y la sociedad que contiene al mundo, pero esto fue hace un par de años atrás, en parte superada y que no es motivo de este escrito. La cosa es que me preguntaba “¿Cómo será tener una operación?” Y lo supe. Y juro no querer, en lo posible, saber de algo por el estilo por el resto de mis días en tanto y en cuanto me sea posible. Apenas pude soportar un día, ni quiero saber lo que sería estar quince días en un sanatorio, por más split y tv por cable que haya.

El 15 de este mes me presenté a las seis y media de la mañana, en ayunas total, apenas un vaso de agua y nada más, tomamos un taxi con mi mamá y partimos al sanatorio, formularios de rigor y a la habitación asignada, la 118, viene el enfermero, coloca la vacuna antitetánica y me da el atuendo para la operación, batita azul, cofia y escarpines y una pulserita con mi apellido y el del médico cirujano “Para que no te operen de la rodilla” – me dijo el enfermero. La operación tenía hora a las ocho y media de la mañana, cerca del momento me quedé con esa ropita de quirófano, con el culo al aire aunque tapado en sábanas de cama hasta que vino el camillero a llevarme. Tuve la sensación que uno ve en las películas de ir viendo los tubos fluorescentes del techo del pasillo mientras te dirigen hacia el quirófano. Una vez allí, en ese ambiente antiséptico, silencioso y frío me encontré con mi cirujano amigo encofiado preparando el material a usar en mi cuerpo. Previo a la anestesia me colocaron las ventosas para controlar el ritmo cardíaco y una sonda para pasarme el suero. El anestesista me dijo “Ahora vas a sentir sueño”. Un líquido lechoso comenzó a fluir en mis venas, me colocaron la mascarilla y cuando desperté, entre chuchos de frío escuché “Ya está”. Así de simple, la operación ya había pasado y yo escupiendo moco con sangre mientras temblaba como una hoja sola en una rama de un árbol en otoño. Otra vez el recorrido inverso del quirófano a la habitación, despacito, me pude acomodar en la cama y así quedé postrado un buen rato embotado por la anestesia y con la nariz llena de coágulos secos. La sensación horrible fue sentir que el aire en la boca pasaba a la nariz sin ningún problema. Claro, habían levantado todo el tabique para practicar la incisión en el paladar que permitiera su expansión. De allí en más todo fue un ir y venir de sueros, constantes idas y venidas al baño llevando los sueros acomodados en el brazo izquierdo como si fueran niños recién nacidos. A medida que pasaban las horas los efectos de la anestesia disminuían y me fui sintiendo un poco mejor, lo que me permitió mirar un poco de televisión y distraerme leyendo un rato, un poco de conexión a internet vía celular y así se pasó el día. Adentro de esa sala, lo más loco que ocurrió fue algo que dije al principio de este escrito: Mi compañero de sala también estaba listo para ir al quirófano pero para operarse de un tendón roto. El vino al rato, después de mí, prolijamente enyesado y así quedó. Al mediodía llegó la comida… para mi vecino, obviamente yo estaba proscrito de toda ingesta sólida y líquida hasta la hora de la merienda en que tuve el honor de tomar un mate cocido y nada más. Mientras mi vecino deglutía un puré con merluza yo me distraje mirando la tv. Al rato percibo en la habitación un olor desagradable…. el señor, al no tener control de esfínter producto de la anestesia se había hecho una buena torta fecal encima de la cual se dio cuenta como una hora después de haberla hecho al moverse con el fin de acomodarse un rato. Allí tuve que ver la que quizás es la parte más escatológica y desagradable de la labor de una enfermera: tener que limpiarle el culo a un paciente. Entró la enferma, una petisita morocha con cara de carácter y dijo: “A ver, che, señor, qué te pasó ¿eh? Y procedió a buscar la bacha, a lavar la zona en cuestión, a quitar la sábana blanca con una generosa mancha marrón desparramada en toda la superficie. Luego de esa limpieza que atenuó el olor, el tipo se levantó para ir al baño y echarse un garco que prolongó un buen rato más el olor poco grato. El alivio llegó a las ocho de la noche en que mi compañero fue dado de alta y se fue a su casa. A mí me tocaba recién partir el sábado a la mañana. Debería esperar un rato más. Mi madre en el entretiempo del desgraciamiento de mi compañero de habitación no estuvo puesto que se fue a descansar a mi casa para luego volver a pasar la noche en la cama de al lado que a esa altura ya esta desinfectada y limpita. No pude conciliar el sueño hasta las tres de la mañana, en este ínterin recurrí al mp3 y a la lectura para que me venga el sueño que llegó finalmente. Durante la noche siguió el desfile de moda de sueros y antibióticos. Sábado, nueve y media de la mañana, llega el médico con mi alta, recetario de medicamentos. Luego siguieron los trámites administrativos de rigor. Vino el enfermero para liberarme de la sonda, cambio de atuendo y partida en libertad a mi casa, porque sí, no hay nada mejor que casa y, aunque esté como pelotín, estoy contento de que todo haya pasado al fin, lo que venga de mi tratamiento, no será peor que esto.




2 comentarios:

Claudio Eugenio Sassaroli dijo...

Nunca había oído de semejante intervención de paladar, de reemplazo de paladar sí, de expansión no. Supongo que debe ser más doloroso y carnicero el segundo caso.
No dejo de preguntarme por qué la gente no se afana una garrafa de anestesia cuando le dan de alta...

Lo que te salva de la angustia de una internación, de ese ambiente angustioso, pues para mí lo es en mayor medida que los cementerios por los que nunca experimenté aprensión, es que inesperadamente alguien a tu lado se caga encima, y si no te salpica te alegra el día, la desgracia del otro -este tipo de desgracias- son las distracciones de uno.
La macana es que no te puedo desear que te mejores, no tanto, ya que estás en casa, así que espero te sean leves los dolores, el del maxilar y el de la escarcela; y que no tengas que repetir la experiencia, desde luego.

Che, cuidado con cagarte vos, no sea que te haya quedado algún resabio de anestesia estancada en los músculos abdominales, o la felicidad de estar de vuelta en casa te relaje al punto de soñar que están sentado en el trono evacuando.

Suerte, buen descanso.
;-)

LORD MARIANVS dijo...

No creo que me cague mucho Claudio, la dieta líquida me vació generosamente, eso si, tengo que cuidarme de soplarme los mocos porque en una de esas sale expelido el tabique nasal para el lado del Paraná.

Un abrazo y gracias. Ya me desinflamaré.