sábado, 8 de agosto de 2009

NIÑO EN PUÑO

Cuando sus pensamientos decidieron dejar de atormentarlo, logró notar con cruda perplejidad la ferocidad de la fuerza que comprimía en sí mismo el puño de su mano derecha. Carne y hueso estrujándose a sí misma. Ardiente energía liberada convergiendo allí, como lo hacen las quebradas bifurcaciones de relámpagos que se dirigen al metal que lo atrae pero a diferencia de aquellos, la energía de esa mano a nadie alumbraba, ni siquiera a la usina que la provocaba.

Respiró hondo para distenderse y aprovechar el breve lapso que sus reflexiones le otorgaron piadosamente a su alma. Depositó sobre el respaldo del asiento mullido y polvoriento todo el peso de su nuca y su espalda. En su inhalación tragó algo más que oxígeno: el tufo empolvado del ambiente era una fragancia pestilente hecha con las diversas notas aromáticas despedidas por los pasajeros del ómnibus: crudeza penetrante de sobacos proletarios, acidulados matices del estrés post laboral propios de los empleados de oficina, juguetón erotismo hormonal los adolescentes que retornaban de sus colegios, aliento a remedio y sopa de los ancianos del primer asiento, el perfume dulce de la hermosa chica universitaria del asiento de adelante, la aspereza del polvo terrestre que flotaba dando cuerpo a la luz solar.

Tragó en ese respiro varios fragmentos de los historiales de los demás viaje-ros mezclándolos de puño y letra en un párrafo odioso y olvidable de su propia biografía. Letra inscrita rudamente en la lisura pálida de una de las tantas hojas en blanco que tenía su alma. Llenó sus pulmones hasta que no pudo caber en dentro de ellos un solo átomo más. La caja torácica era un voluminoso dirigible de carne con más pretensiones de estallar que de mandarse a mudar en vuelo hacia el cielo hirviente que se dejaba ver desde la ventanilla. Un segundo, dos, tres, tres más, seis, doce…

Exhaló por la boca y por la nariz, al principio con suavidad, emitiendo un suspiro largo y silbante, evacuando de su cuerpo el rancio microcosmos circundante que había deglutido. De esos orificios salían expulsados sin intermitencias, los historiales, los hedores, las hormonas, los cansancios, todo aquello que había inhalado anteriormente. Todo salía por el mismo lugar por donde había entrado, pero cada cosa salía mutada, diferente, envenenada del veneno destilado en sus alvéolos. Ahora, el leve suspirar se volvió una tempestad que arreciaba desde su interior portando en su fluir una electricidad desquiciada y corrupta que contaminaba el ya infestado interior del ómnibus que a esa altura, ya era un catálogo horrendo de perfumes repelentes. Obedeciendo a un imperativo categórico lo expulsó todo, hasta no tener atisbo alguno de ese éter escrofuloso en su interior. Su cerebro, un chip vetusto con sus circuitos desdibujados, ordenó lo mejor que pudo a sus párpados “arriba”. Ellos obedecieron remolonamente dando paso a dos globos oculares enrojecidos y lastimosos que insistentemente buscaban el centro de ese sol aglutinante de la media tarde estival. El dolor del fuego lo obligó a mirar hacia la ventanilla, donde una progresión de verdes arboledas y suntuosas casas quintas se sucedían las unas a las otras sin solución de continuidad. En ese transcurrir veloz llegó a ver a gente como él que no sufría el despotismo de las vacilaciones, de los silogismos tortuosos, de aporías sentimentales, de juicios hipotéticos, verdades erradas y futuros desdibujados. Esa gente parecía en ese momento poder disfrutar de sí mismas, podían olvidarse un instante del yugo de su existencia, del padecer del existir, los envidiaba, no hacerlo significaba ser un santo. Volvió a sí mismo, a ser su propio objeto de reflexión. Recordó sus ojos, sus ojos dolidos le recordaron a él mismo a través del dolor que experimentaban por la osadía de querer mirar la luz de esa pelota incandescente que fulgura y que da vida. Miles de puntos negros navegaban imaginariamente entre lo que podía ver y sus ojos mismos. Se mordió el labio inferior lamentando esa torpe actitud masoquista consigo mismo.

Cuando los puntos negros se fueron, miró detenidamente su mano que ahora estaba abierta de par en par, transpirada y caliente. Examinó afanosamente el dorso de su mano las venas enrojecidas por la tensión ya pasada, las marcas de las uñas en la zona media de la palma, las líneas de las manos que ninguna gitana leyó jamás, sus huellas dactilares, quizás lo único que genuinamente tenía de propio e irrepetible – creía de sí mismo-. En ese momento el universo audible del exterior cesó, nada de voces de otros, nada de motor, nada de viento chiflando en los resquicios del chasis. Otro plano audible surgió, un espacio acústico íntimo y frío que se impuso sobre el normal para todos. Solo un ruido flotaba en ese éter. Era una voz infantil que se reproducía a sí misma en insumables ecos resentidos y agudos. Esa voz provenía desde un ángulo imposible de esa geometría hostil, de ese plano egoísta y tétrico. Esa voz tenía un destinatario definido, él mismo, y aunque lo desease fervientemente, no podría ser sordo a esas palabras que le decían severamente:

“En este puño estoy yo, estas vos, niño, adulto, estoy yo, tu, niño cruel. El sol que veo, que ves, que vemos está tan amarillo que le siento, que le sientes olor a azufre. En mi puño estoy yo, estas vos, yo niño cruel tu, adulto niño, tu niño cruel. Mis, tus palmas, las yemas de mis, tus cinco dedos sienten, sientes nuevamente aquella misma sensación de cuando tenia cinco años y aplasté aplastaste en mi, tu puño una cucaracha gorda y negra, siento, sientes nuevamente aquella porquería amarilla esparcirse por mi, tu mano nuevamente. Recuerdo, recuerdas si, que había, habías puesto a la vieja odiosa de mi, tu vecina en el interior de esa cucaracha. Y la aplasté, la aplastaste con fuerza, mucha fuerza, a todo lo que daba. Puedo, puedes escuchar otra vez el crujir de todo el cuerpi-to del animal. La tibieza de la porquería que estallaba de la panza de la cucara-cha. Sentía, sentías a mi, tu vecina morir y morir y morir. Si, los niños somos crueles, eres cruel. Yo, tu niño nunca me fui. Estoy, estás en mi, tu mano, en-cada vena, en cada marca de cada uña de mis, tus dedos. ¿Los ves? Forman el rostro que tengo, que tuviste cuando niño, que aún tienes. Soy tu niño, de vuelta, aquí contigo. ¿Sabés algo? Los niños somos luminosos soles diabólicos que nunca dejarán de quemarte si nunca los dejaste amanecer alguna vez. Que nunca te dejarán salir si no los dejaste ir al parque, que te amargarán la vida si nunca los endulzaste con un caramelo. Si nunca les diste un lugar, ellos se lo harán solos. Irán a morar a lo hondo de tu cerebro. Y un día cualquiera, por ejemplo, este día, volverán por el mismo camino, tan rápida e imprevistamente que no te darás cuenta de que han vuelto sino hasta que notes que tenés una de tus manos cerradas con todas tus fuerzas estrujando nadas, y en el peor de los casos, con tu mano sangrando y otra mano en el suelo inmóvil y fría en el suelo, al igual que el cuerpo que la acompaña, otro cuerpo que no es el tuyo. Soy una araña y vos mi mosca, sos tu juez y sos el reo, soy la araña, vos la mosca, soy la mandíbula hambrienta y filosa, vos sos mi banquete”.

El ómnibus frenó bruscamente, casi atropella a un perro distraído. Él se hallaba transpirado y con el corazón sin freno y sin consuelo. El colectivo siguió su marcha – “Perro pelotudo”- bramó el guaso del chofer. Su mano era un autorretrato inesperado. Como una instantánea de mil crueldades de una edad inocente, vio en ese rojo latir un pergamino antiguo que decía “Dame un caramelo, dame un parque, abríme la puerta, déjame jugar”. El niño, su niño cruel volvía cada vez que el puño se cerraba y se mostraba cada vez que se abría con estas sentencias, una y otra vez.

El ómnibus llegó a la terminal. Al bajar, comenzó a soplar un viento fresco del sur. Cercanía de lluvia purificadora de almas. Viento sur, que todo se lo lleva dando lugar un clima limpio y respirable. Comenzó a caminar pensando:

“Aquí me tengo a mí, reflejado en mi propia carne adulta e inexperta, extraviado en mi adultez, un laberinto eterno, un juego sin final. Mi niño, yo, mi verdugo, mi reo, ha, he venido a mostrarme, me muestra, me muestro, por enésima vez la sentencia. No podía saberla me dice que podía, no debía saberla, me dice que debía saberla era mi, su condena, la de su, mi inocencia, la que tenía que sufrir, la que tengo que sufrir. Ser adultos es ser culpables. El niño te lo dice, el niño me lo dice, si no lo oyes, si no lo oigo, te, me lo recuerda. Si no lo oyes, te cierra el puño y cuando lo abres, llamea en tus venas. Nunca lo dejé salir siempre prisionero, nunca le di un dulce, siempre yo, tan amargo, nunca un amanecer, levantarse en la medianoche. El niño reclama lo que siempre deseó, lo que siempre le, me negué. Hora de abrirle, de abrirme la puerta para ir a jugar.”

Comenzó a llover, sus lágrimas se confundían con la lluvia refrescante.

2 comentarios:

Ignoto Transversal dijo...

Lord:

quetereparió.

gracias.

abrazo.-

GISOFANIA dijo...

Impresionante grafía interior
(y casi me siento una violadora del pudor de tu alma desnuda frente a mi mente curiosa-lectora)

que el regressus a la infancia sea para la liberación, ahora y siempre