jueves, 23 de abril de 2009

CRÍSTOFER

Crístofer se levantó de la cama. Estaba bañado en sudor. Se olió la axila derecha y el punzante hedor propio de ese lugar moldeó su cara con un gesto fruncido denotando un asco insoportable que,al ser un olor propio, invita a comprobar infinitamente su insoportabilidad. Cosa similar hacía Crístofer con sus flatulencias. Cosa similar hacen todos los mortales, aunque algunos lo oculten más que otros bajo los velos morales. La chapa del rancho hervía y se quejaba molestamente al dilatarse cuando el sol pegaba directamente sobre el metal y al contraerse cuando alguna nube solitaria y peregrina bajo el celeste infinito daba un poco de sombra y tregua en aquella tarde de enero, mes muerto para los vivos y hasta – pareciera – para la muerte misma en una ciudad donde los que no pueden acceder a la parte de la programación vital llamada vacaciones están en franca señal deespera a que algo cobre vida. Enero es como esperar un milagro en un cementerio para quien no tiene un “más allá” que la vuelta de su casa.

Crístofer se levantó – habíamos dicho -, lo despertó ese “tac, tac, tac” de las chapas del rancho bajo el sol. Belén, su novia nueva, - hacía quince días que se conocieron y desde hacía siete estaban viviendo juntos en la casa de ella – seguía tirada en el colchón en posición fetal durmiendo inmutablemente. Dos horas y media antes, ambos dos se habían tirado en la cama para hacer la digestión con un sinuoso y relajante meta y ponga hasta que sintieron que la comida les bajo del todo, eso sucedió veinte minutos después del tercer orgasmo conjunto. Eructaron y se durmieron hechos una difícil mezcla de fluidos sexuales, olores corporales y carne aquietada y febril.

Crístofer se levantó – habíamos dicho y volvemos a decir -, tenía puesto encima de su piel sólo el boxer de segunda mano blanco y elastizado que permitía vislumbrar su espada de carne erizada y eléctrica. Una buena fornicada y una siesta razonable no habían acabado del todo con su ancestral y africana calentura de pendejo con las hormonas en eterna revolución libertadora. El calor de afuera más el calor de adentro se conjuraban para que en su mente haya una sola orden, un solo verbo: copular. Del otro lado de la pared de cartón prensado, en la parte del rancho que, digámoslo así, era para cualquier cosa doméstica, menos para dormir y culear estaba Vero, su cuñada, mirando un programa de puterío de la farándula transmitido desde Mar del Plata mientras intentaba redimirse de “el calor” con un tereré de pomelo rosado hecho con jugo en sobrecitos para diluir en agua. Tuvo suerte esa tarde, había podido conseguir una cubetera que la Chola, su vecina del rancho de atrás, le prestó por que la vecina de la Chola, la Hermides, le prestó dos a la Chola, y ella, en realidad, precisaba una sola. Como pensaban que todos estaban durmiendo, Vero se estaba pasando un cubito de hielo por entre las tetas, el frío le ponía la piel de gallina y los pezones como dos bornes de batería eléctrica. Crístofer salió de la pieza corriendo la cortina floripona y vió a Vero, su cuñada en esa actitud tan erótica, tan sugestiva, aumentada esa actitud por el despunte de mujer que esa niña poseía. Vero vió a su cuñado tan así nomás, tan porongón que, lejos de asustarse y avergonzarse, solo atinó a tirar el cubito en la jarra y con las tetas al aire y prestas al mordisco le dijo:

- Qué, ¿A mí no me cojerías como con la Belén?

Crístofer, transpirado, con la verga en llamas, cagado de calor y con pocas ganas de contestar, le bajó la bombacha a Vero, la puso arriba de la mesa, tirando el tereré al piso de tierra, se bajó el boxer, le tapó la boca a Vero y se la enterró hasta el fondo de su vagina, rasgándole el himen y haciéndola mujer al fin, meta y ponga treque treque, bombazo a bombazo, dos al hilo y listo el pollo. Desde el fondo de la pieza, detrás de la cortina, Belén gritó chinchuda y somnomienta " Dejen de hacer quilombo, boludos". Crístofer, se puso el boxer, buscó un pantaloncito y un par de ojotas adentro de la pieza y se fue a buscar un poco de agua a la canilla de la esquina. Habría que pedir otra cubetera por ahí y comprar otro sobrecito de jugo para reponer el tereré derramado que la tierra del piso del rancho ya había absorbido por completo, el dulzor del jugo había atraído a algunas hormigas que me picaban a Vero, que seguía viendo en la tele el mismo programa.

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