miércoles, 22 de octubre de 2008

EL PRIMERO Y EL SEGUNDO

Alguna vez pensé en mandar esto para un concurso de cuentos, pero no pudo ser, así que mejor que sea acá:

Todas las mañanas él es el punto de la perspectiva que delinea la peatonal San Martín desde el sur hacia el norte. Allí, a escasísimos metros de calle Mendoza, donde su perpendicular se convierte en peatonal ahí esta la mayoría de las mañanas él, sentado en canastita sobre las lajas duras y resquebrajadas, no tan en el centro de la peatonal, sino más bien a la derecha mirando hacia el sur, debajo del último farol que adorna el sendero peatonal. Allí se lo puede encontrar quien suela andar por esos lares. Mas también lo tenemos a él, que no es nuestro “él” con quien principiamos este relato. Los nombres de ambos es algo que no tuvimos la gracia de conocer y por este motivo tendremos en este relato a dos “él”: el primero y el segundo.

El segundo es uno de esos que suelen andar por allí por motivos de esa rutina tan propia del que camina rumbo a su reducto laboral como quien camina sonámbulo rumbo a un cadalso de tedio. Inevitablemente el segundo, que pasa caminando, debe verlo. Inevitablemente el primero, no lo puede ver, es ciego.

Y todas las veces que ellos, el primero y el segundo, deciden existir por allí, se encuentran, y el segundo, que puede ver, lo tiene que ver, y el primero, que no puede ver hace lo hace siempre en ese lugar: pide limosna bajo el farol, como si éste se tratase de un árbol lo podría proteger de los caprichos climáticos a los cuales se expone estoicamente. Pero ese árbol, con suerte, en las crudas noches invernales y cuando funciona, tan solo ilumina fríamente su cuerpo y prolonga su silueta unos pocos centímetros hacia el este, pero no lo resguarda de las agrias temperaturas bajo cero invernales, de los garrotillos patoteros, de las lloviznas lamentosas, de las neblinas sofocantes, de los calores sulfúricos.

Y sin embargo, el primero esta ahí, recitando como poseído unos mantras que suplican lastimosamente un poco de caridad a una legión de sordos transeúntes con sus corazones desarraigados, sin cesar: “Una colaboración para un no vidennnnte/ aiudándo a un ciego/ colabore por favor / una aiudita para uno que no puede ver”. Lo repite sin parar, sin detenerse, con convicción, con una voz que va mucho más allá del sonido, en un estado prelógico, precediendo o antecediendo a acto de ideación. El primero no cesa de decir una y otra vez, pero nadie lo escucha por que nadie lo quiere escuchar en su suplica tan simple que pide una colaboración, una mínima colaboración para un pobre ciego que sentado en canastita en ningún momento baja la mano derecha con la palma hacia arriba esperando la generosidad de alguien transmutada en un valor monetario a voluntad. Esa mano al aire, que algunos días sólo recibe el rigor de la helada o la humedad triste y silenciosa de una mezquina llovizna esta ahí, erguida, firme, contra cualquier infortunio y contra cualquier desidia. Y ahí esta él segundo, el que puede ver, el que quiere evitar a toda costa el endurecimiento de su corazón, él, que quiere hacerse cuerpo y alma con el primero, al cual natura le vedó el don de regocijarse con el arco iris. Se piensa a sí mismo ingrato por todas las mañanas por ser uno mas de los desidiosos que hacen oídos sordos a sus súplicas, aun pudiendo perfectamente escucharlas. El segundo todos los días se dice a si mismo al pasar cerca de el primero, pero no como un mantra “Si, debiera de ayudarle alguna vez, algún día, algún día” y pasa de largo, ganando Mendoza al oeste a trancos largos y ágiles mientras el mantra de el primero persiste suplicando y suplicando al aire estragado de hollín e ignorancia.

Pasan días y en esos días el primero y el segundo coinciden, pero hay un día, donde algo pasa. El primero esta ahí, emponchado con un nylon cristal bajo una de esas lloviznas otoñales que danzan al compás del viento sur y que convierte el pavimento en espejo de la abulia gris del encapotado orbe. Está empapado, en su mano derecha sostiene unos bolígrafos de color verde. Ya no está mendigando, los ofrece a la venta, pero nadie necesita bolígrafos verdes en un amanecer tan mojado y tan gris, ni siquiera para dibujar en las ramas del arbolado público un poco del verdor perdido como un acto de rebeldía a las estaciones… El segundo lo ve a mitad de cuadra, lo ve, y sucumbe verlo en ese cuadro a él, el primero, que no puede ver, que no puede verlo al segundo, acongojado en sus entrañas de tal manera que su corazón mutila todo atisbo de indiferencia que pudiera contener. Y a mitad de cuadra el segundo decide abrir su billetera, busca en el monederito una moneda de un peso y la encuentra, guarda su billetera. El segundo se mira en la baldosa mojada, se puede ver, se redescubre nuevo, pleno, cambiado, por que sí, con ese pequeño gesto el sabe que ha dado un pequeño gran paso para un pequeño gran cambio de su humanidad. Entonces se acerca y en esa mano aterida, húmeda, empapada, y goteante deposita la moneda.

Y en ese instante el primero abre bien grandes los ojos, mira fijamente al segundo y le dice con una voz más de miembro del sindicato de camioneros que de un suplicante: “Gracias pibe, gracias tomá, agarrá una birome”. Y el primero mira fijo al segundo, no deja de mirarlo, lo ve, le estira la mano y le ofrece una de esas biromes verdes. “Está bien che, no quiero” dice el segundo, y sigue por Mendoza al oeste, como todas las mañanas que decide agarrar por ahí, deseando que el farolito cercano a donde se ubica el primero se desplome trágicamente y pensando, quien, en realidad, fue el ciego.

1 comentarios:

GISOFANIA dijo...

eso de que "no hay peor ciego que aquel que no quiere ver" es muy cierto pero ¡cuánto duele reconocerse un estúpido!